Mis primeros pasos por la práctica de la arqueología

Tras estas primeras incursiones literarias por el fascinante mundo de la arqueología, con 16 años ingresé en la Escuela Provincial de Espeleología de la Organización Juvenil Española, cuyo local se encontraba en la calle Fernando VI, nº 19. Allí nos reuníamos un grupo de 15 o veinte jóvenes entre los 16 y los 25 años amantes de la arqueología y de la prehistoria, además de practicar el deporte de la espeleología, aunque nos interesaba más la espeleología científica que la puramente deportiva. Entre los mayores del grupo había estudiantes de biología, de botánica, de geología, de ingenierías diversas (minas, agrónomos, caminos,), topógrafos y fotógrafos profesionales. Sin pertenecer a la Escuela y algo más mayores que nosotros, tuvimos como expertos y conductores “científicos” a varios arqueólogos y paleontólogos que comenzaban sus carreras y que luego alcanzaron renombre y fueron directores de museos arqueológicos (Martín Almagro Gorbea, Francisco Giles, Trinidad José de Torres, éste útlimo, uno de los descubridores de Atapuerca). En la escuela organizábamos cursillos y sobre todo tertulias en torno a lecturas compartidas, especialmente de texto académicos de geología, paleontología, arqueología de campo (“La arqueología y sus problemas” de S. J. de Laet, 1960; “Arqueología de campo” de Sir Mortimer Wheeler, 1961; “Introducción al estudio de la prehistoria y de la arqueología de campo”, de Martín Almagro Basch, 1960: “El mundo del hombre cuaternario”, de F. Bordes, 1968). Libros que pasaban de mano en mano en nuestro grupo y que formaron parte de nuestra pequeña biblioteca de arqueología de la escuela, además de otros manuales de ciencias naturales (geología, botánica, biología). Pasábamos muchas tardes en el local de Fernando VI en animadas tertulias donde se hablaba de filosofía, historia, evolución o religión. Formábamos un grupo realmente singular y heterodoxo (respecto a la ideología oficial de la OJE), un tanto excéntrico, que también se interesaba por otro tipo de literatura pseudocientífica y cultivadora del esoterismo (como el famoso “El retorno de los brujos”, de Louis Pauwels y Jacques Bergier (1960) (y la revista “Planete”, por ellos creada, tras el enorme éxito de ventas del libro en todo el mundo), un libro-cóctel que combinaba la alquimia, la parapsicología, las civilizaciones desaparecidas, el esoterismo (masonería y los rosacruces), los cátaros y el nazismo esotérico, los datos y las interpretaciones alucinantes. Pero en ese libro nos encontramos, por primera vez, con autores como Teilhard de Chardin, Arthur Machen, Lovecraft, Borges, y otros muchos. No es extraño que por esa época me hiciera un entusiasta lector de la literatura de ciencia ficción o de anticipación, de la literatura fantástica y de terror.

Así que nos movíamos entre la ciencia ortodoxa, encarnada en los manuales de arqueología, paleontología y ciencias naturales antes citados y el llamado “realismo fantástico” (que tenía más de lo segundo que de lo primero) encarnado en “El Retorno de los Brujos”, y también, y todavía, en  cristianismo racionalista (éramos entusiastas de la obra de Teilhard de Chardin, especialmente su obra “El fenómeno humano”, Taurus, 1967); pero, no contentos con esa mezcolanza, empecé (empezamos realmente) a leer la obra de Gordon Childe, exponente de la arqueología histórico-cultural de base marxista, su obra “Los orígenes de la civilización europea”, publicada en la editorial progresista española Ciencia Nueva (1968) y “Los orígenes de la civilización”, en la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica (1954), pasaron a formar parte destacada de nuestras referencias intelectuales en estos temas. Viéndolo con distancia, esa mezcla revelaba, por un lado, nuestra pasión por el trabajo de campo arqueológico y la precisión científica y, por otro, la necesidad de trascender la árida monografía descriptiva arqueológica con los grandes sistemas interpretativos, expresados en la obra de Theilhard de Chardin, por un lado (que sería mi último referente cristiano) y en la de Gordon Childe (primer eslabón de un progresivo interés por la interpretación marxista de la historia y de la sociedad).

Un interés mayor y más sistemático por la arqueología y la prehistoria me llevó (y nos llevó al grupo de la escuela de espeleología) a leer textos diversos de los iniciadores en España de la prehistoria y la arqueología, como los alemanes Hugo Obermaier y Adolf Schulten,  los franceses E. Cartailhac y el abate H. Breuil o los pioneros españoles Alcalde del Río, E. Hérnández Pacheco o Juan Cabré, Bosch Gimpera, A. García Bellido, L. Pericot, J. Martínez Santa-Olalla o M. Almagro Basch. Y entre los paleontólogos al jesuita Emiliano Aguirre, introductor de Teilhard de Chardin en España y maestro de los paleontólogos españoles.

En esos años (1964-1969) mi interés por la prehistoria, la evolución y la arqueología dio un salto cualitativo y me decidí a estudiarlas en la Universidad, aunque en el tercer año de carrera, cambiara de preferencias intelectuales. Pero antes de entrar en la universidad (octubre de 1968), en los cuatro años anteriores, pude participar en diversos excavaciones y exploraciones arqueológicas a través de la Escuela Provincial de Espeleología. Entre ellas, guardo un recuerdo imborrable de las estancias en Consuegra (Toledo). Primero, identificando el trazado del acueducto que desde los montes de Toledo suministraba el agua a Consabura, el nombre antiguo de Consuegra, de donde deriva el gentilicio “consaburenses”, que nombra a los habitantes de este pueblo manchego. El agua, antes de llegar a la ciudad romana, de origen celtibérico, era recogida previamente en un embalse romano cercano que aún se conserva. A través de campos de cereal se podían encontrar restos de los cimientos del acueducto o incluso arcos empotrados en las paredes de las alquerías. Recuerdo bien ese recorrido a pleno sol, por la llanura manchega, refrescando en las albercas que encontrábamos en nuestro camino. En Consuegra, en el cerro del Calderico, coronado por el imponente castillo de la orden de San Juan y una serie de molinos de viento que adornan su cresta, descubrimos un fragmento del muro del castro celtibérico que se levantaba en ese lugar, dominando ese amplio espacio de la inmensa y hermosa llanura manchega. Y en la misma población sacamos a la luz unos metros de los cimientos del circo romano que yace debajo de la población. Unas estancias plenas, entusiastas, divertidas, bajo la simpática y entusiasta dirección técnica del entonces joven arqueólogo Francisco Giles, que sería con los años director del Museo de El Puerto de Santa María (Cádiz). Francisco Giles nos regaló el libro de Antonio García Bellido “La España del siglo I de nuestra era según P, Mela y C. Plinio” (Colección Austral, edición de 1947) con la siguiente dedicatoria: “Al grupo de Arqueología de la O.J.E. en recuerdo de las excavaciones consaburenses. 15 de julio de 1967”, que aún conservo.

Con Paco Giles visitamos también el yacimiento prehistórico achelense de Pinedo, en el municipio de Toledo. Una visita realizada en compañía del arqueólogo Máximo Martín Aguado, maestro de Giles, quien alertó al propio Martín Aguado de su existencia. Este profesor realizó las primeras excavaciones. Y con Giles visitábamos con frecuencia las graveras cercanas a San Martín de la Vega (Madrid), en las que se encontraban abundantes restos paleolíticos.

Otra experiencia aún más intensa, interesante y placentera fue una estancia de más de un mes en la Villa de Pedraza (Segovia), en el verano de 1964, explorando y cartografiando las diversas cuevas de la localidad, algunas con importantes yacimientos prehistóricos. En casos como éste, servíamos de informantes a las autoridades arqueológicas sobre las características y localización de los yacimientos. En Pedraza, nos alojábamos en la casa de uno de mis más viejos y queridos amigos, José Manuel Molinero Barroso, natural de la villa, con el que pasé alguna temporada veraniega en la hermosa villa medieval de Pedraza. Como curiosidad, un tío de José Manuel era arcipreste de Sepúlveda. Un cura enorme, con sotana, gafas redondas y muy aficionado a la arqueología, la paleontología y al estudio de la evolución humana. Su casa de Sepúlveda era un auténtico museo de arqueología, fósiles y pinturas. Don Alejandro, que así se llamaba el sacerdote, había transmitido a su sobrino su pasión por estas disciplinas y le había enseñado los secretos arqueológicos del cañón del río Duratón, cercano a la localidad, y de la mano de José Manuel conocí yo algunos de esos lugares. El arcipreste era un hombre muy famoso y por su casa habían pasado eminencias como Obermahier y el abate Breuhil, además de gentes del arte y el cine (como David Niven), durante rodajes de películas en Sepúlveda y Pedraza. Lo curioso era que el cura era un fervoroso antievolucionista y sus amplios conocimientos de la teoría de la evolución humana (al nivel de esa época) los utilizaba para rebatirla. Era un excelente polemista y un gran excéntrico. Nos encantaba hablar con él y ver su fascinante y caótico despacho y el de su toda casa, repleta de objetos maravillosos a nuestros ojos.

Como tercera experiencia singular, tuve una estancia en un campo de trabajo de arqueología organizado por la O.J.E. en Tarragona, excavando en un yacimiento romano de la ciudad, descubierto al excavar unas máquinas para los cimientos de un edificio. Fueron quince días estupendos, trabajando baja la dirección del personal del Museo Arqueológico Provincial de Tarragona. Descubrimos un hermoso mosaico de un “impluvium”.  Hace unos años, Silvia y yo pasamos unos días en Tarragona y en el museo de la ciudad vimos el mismo mosaico en la exposición del museo. Me gustó reconocerme como una mínima parte de la historia del mismo. Por las tardes y los fines de semana visitábamos diversos lugares de la provincia con monumentos y restos romanes o los monasterios medievales: Monasterios de Poblet y de Santes Creus, Museo Arqueológico de Tarragona y de Reus, las zonas arqueológicas de Tarragona, y en sus proximidades, arco de Bará, el monumento funerario conocido como Torre de los Escipiones o el acueducto romano conocido como Puente del Diablo. En la visita al museo de Reus conocimos personalmente a su director Salvador Vilaseca, que ya era muy mayor (moriría en 1975), una de las grandes figuras de la arqueología catalana. Nos guió en la visita al museo. Todo un lujo.

En esos cuatro o cinco años entre 1964 y 1968, exploramos muchas grutas por toda España, especialmente en las provincias de Madrid, Cuenca y Guadalajara. En muchos de estos viajes nos acompañaba el geólogo y paleontólogo Trinidad José de Torres, que después sería un eminente catedrático de paleontología de la Escuela de Ingenieros de Minas y director del museo Geológico y Minero de Madrid. En algún caso, esas exploraciones fueron financiadas por el Ejército Español, que estaba haciendo un inventario de las cuevas del país, como fue la exploración durante un mes de todas las cuevas del Cañón del Río Lobos, entre Soria y Burgos. El ejército nos proporcionó dos Lands Rovers, con conductor, tiendas de campaña, alimentación y material científico para planimetrar y fotografiar las cuevas y su descripción geológica. Creo que fue en el año 1967. Y también visitamos muchos yacimientos arqueológicos del país. Fue una experiencia y aventura fascinante.

Con motivo de estos viajes y actividades tuvimos ocasión de leer (y en algún caso conocer personalmente) algunas obras de algunos de los arqueólogos más importantes del momento, como Antonio García Bellido, Blanco Frijeiro, José Ramón Mélida, Antonio García Moreno, Emeterio Cuadrado, entre otros muchos. Y a través de la obra de Julio Caro Baroja, conocimos la obra de los vascos Telesforo Aranzadi y José Manuel Barandiarán. Estos autores, leídos y a veces escuchados en conferencias, más que estudiados, formaban nuestro olimpo de la arqueología española. En esos años, solíamos a asistir a muchas conferencias en el Ateneo de Madrid y el Consejo de Investigaciones Científicas, en la sede de la calle de Medinaceli, donde se encontraban diversos centros de Humanidades, una magnífica biblioteca (que sufrió un gran incendio en 1978) y su librería, que aún sigue allí.

En Madrid, visitábamos con frecuencia diversos museos de arqueología, antropología y ciencias naturales en los que había colecciones arqueológicas y paleontológicas: Museo Arqueológico Nacional, Museo del Marqués de Cerralbo -del que había sido primer director Juan Cabré-, Museo de América, Museo Etnográfico, Mueso Geológico y Minero y Museo de Ciencias Naturales), guiados por arqueólogos, geólogos y paleontólogos amigos, entre ellos, los citados anteriormente.

En 1967, mi padre me presentó al egiptólogo Rafael Blanco Caro, amigo de su juventud. Recuerdo la primera cita con él en la cafetería Santander, en la Plaza de Alonso Martínez de Madrid. Y recuerdo su perilla blanca que arqueólogo de película. Con timidez, le manifesté mi interés por la arqueología (eran unos años en los que había tenido que dejar los estudios tras el bachillerato superior por problema económicos familiares). Un día fui con él al Museo Arqueológico Nacional y me presentó a su director, Martín Almagro Bachs, para que pudiera pasar un tiempo como ayudante en los talleres de conservación del museo, como dibujante de objetos de cerámica y de piedra para que fuera aprendiendo técnicas de dibujo arqueológico. Iba unas horas todos los días de la semana durante tres meses. Para mí era como un sueño el estar sumergido en ese mundo tan misterioso y conocer los entresijos del Museo y de sus talleres, almacenes y laboratorios. Por entonces, también pasaba horas en la biblioteca del Museo y en la biblioteca de la sede madrileña del Instituto Arqueológico Alemán, en la calle Serrano de Madrid, en el barrio del Viso, carca de mi casa, sólo o acompañados con amigos de la Escuela, en relación con las actividades que realizábamos en la misma. Pasé horas felices en esas bibliotecas, rodeado de libros de arqueología e historia, en aquellos ambientes tan silenciosos e imponentes. El profesor Blaco Caro, que participaba en las misiones arqueológicas españolas del sur de Egipto para salvar monumentos y yacimientos que iban a quedar cubiertos por la presa de Assuán, me propuso como uno de los dibujantes de la misión, pero la guerra árabe-israelí de “los seis días”, en julio de 1967, provocó la expedición de ese año. Una oportunidad única perdida. (Continuará).