Mi actividad profesional

Desde un punto de vista estricto, la vida profesional de una persona empieza con el primer trabajo remunerado de carácter contractual, relativo a unas habilidades oficialmente reconocidas. Pero con anterioridad suele haber una trayectoria laboral, formal o informal, continua o discontinua, que, sin embargo, tiene una gran importancia en la formación de su personalidad y de sus habilidades sociales. En mi caso, desde antes de comenzar mis estudios universitarios realicé por necesidad algunos trabajos que me proporcionaban algo de dinero, ingresos que se sumaban a la débil economía familiar de los años sesenta.

Entre finales de los sesenta y finales de 1977, año en que saqué por oposición una plaza de Sociólogo Rural del Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA), realicé multitud de trabajos (mejor trabajillos) con o sin contrato y eventuales: dibujante de temas heráldicos para un consultorio de heráldica en un diario nacional; vendedor de libros en puestos callejeros para una editorial de izquierdas, entre medio de vida y activismo político; trabajando en un taller de reproducciones artísticas propiedad de un pintor vasco (fotografías de un cuadro o de una persona, pegadas a un lienzo, que se trataban con colas aceites y barnices para darle el aspecto y la materialidad de pinturas al óleo); elaborando temas para opositores de Profesores de Instituto de historia, arte, geografía, etc., para una editorial que editaba los temarios; aprendiz de dibujo arqueológico en el Museo Arqueológico Nacional; encuestador en estudios de opinión para varias empresas de consultoría; promoción de materiales pedagógicos para el uso de la prensa en clase, promovidos por un diario de circulación nacional; elaboración de libros de formación de humanidades de cursos de Formación Profesional, para una editorial de textos pedagógicos; clases de formación de adultos en paro para la obtención del Graduado Escolar, en un centro de la Organización Sindical; promotor de accionariado para un proyecto de revista cultural, que no llegó a publicarse; profesor de Filosofía en el bachillerato superior y preuniversitario en un academia privada;  y otros aún menores y estacionales (trabajo esporádico como peón en la construcción, estacionales en la agricultura, cartero de refuerzo en campañas navideñas o limpiando oficinas en París, etc.).

Todos estos trabajos, a además de pequeños ingresos que necesitaba, me proporcionaron un amplio repertorio de experiencias y habilidades que me han sido de utilidad cuando menos lo esperaba: habilidades comunicativas, relacionales, conocimientos concretos, escritura …, y también modelaron mis valores y actitudes hacia muchas cosas: el trabajo, la autonomía, el esfuerzo, la iniciativa, …en fin, conocimiento del mundo, de mundos, de gentes y de situaciones.

En lo que sigue, me limitaré a exponer mi historial profesional como sociólogo.

  1. Mi trayectoria en el campo de la Sociología Rural

La sociología rural ha sido mi principal campo de investigación y docencia, pero antes también de ejercicio práctico, aplicado, implicado directamente sobre el terreno en programas de desarrollo agrario y rural. Es difícil determinar porqué un mundo temático, un universo de problemas se convierte en el eje dominante de una actividad profesional, como es mi caso. Supongo que mediarán circunstancias de muy diversa naturaleza: familiares y contextuales, generacionales, personales, objetivas y subjetivas, oportunidades, etc. Pero tengo que adelantar que, si bien fueron circunstancias de oportunidad las que finalmente me decantaron por este campo de la sociología, reconozco otras muchas circunstancias de muy diverso signo que tuvieron también gran importancia. Y que fueron estas otras las que orientaron mis vacilantes pasos por esta subdisciplina desde el comienzo, de modo que se puede decir que en cierta manera encontré las oportunidades reales porque estaba predispuesto personalmente para encontrarme con ellas. Una cierta forma de querencia que hunde sus raíces en los antecedentes familiares, personales y generacionales.

I

Una familia de agricultores

Me crie en el seno de una familia que tenían en la agricultura su fuente principal de ingresos. Mi padre, perito mercantil, se hizo cargo de la dirección de las propiedades agrarias familiares, en los años cuarenta, lo que significó que la familia nos trasladáramos desde Madrid a La Puebla de Almoradiel, en la provincia de Toledo, un pueblo de casi seis mil habitantes en el corazón de la Mancha, un esquinazo donde se tocan las provincias de Toledo, Cuenca y Albacete, primero de forma intermitente y desde 1950 de forma permanente. En el pueblo vivían una tía (tía Gregoria) que se había quedado viuda en 1940, junto a su hermano Pedro (discapacitado). Ella era realmente la propietaria de las tierras, heredadas de su marido, una terrateniente local y empresario agrario. Así que puede decirse que pertenecíamos a una familia de agricultores directos, pero no personales, agricultores grandes, acomodados. Yo tenía dos años cuando nos instalamos definitivamente en el pueblo y allí transcurrió mi infancia hasta que en 1959 (yo tenía once años) nos traslados de nuevo a Madrid, si bien, hasta 1964, seguimos manteniendo casas y propiedades en el pueblo y allí pasábamos todas las vacaciones.

De este modo, tuve un conocimiento directo, más existencial que racional, del campo, de la agricultura y del mundo rural desde la infancia, claro que desde nuestra posición social. Pero esa experiencia biográfica inicial tuvo que tener su peso en mi biografía profesional, no sólo en forma de un cierto conocimiento del mundo agrario y rural de los años cincuenta y parte de los sesenta y de sus transformaciones (de la autarquía al comienzo del desarrollo), sino también en forma de un nudo fundamental donde se atan sentimientos, experiencias, intereses, emociones y una cierta identificación con un espacio y una actividad. Digamos que ese antecedente forma el primer cañizo de la urdimbre de mi querencia por lo rural y lo agrario.

II

La influencia generacional

En el despertar de mi conciencia social y política juvenil, desde mediados de los sesenta, se puede constatar mi interés por los temas agrarios y rurales, tanto desde un punto de vista histórico como del presente y desde las perspectivas de la antropología social y de la sociología rural (tan cercanas entre sí en aquellos años). La ecuación era bastante clara y sencilla (eso nos parecía entonces). Mi generación se topó con “el problema de España”, de largo recorrido histórico, que no era otro que el de su modernización incompleta y tardía con todas sus consecuencias, entre ellas la debilidad del Estado español contemporáneo y de la democracia en nuestro país. Creo que mi generación (la del 68, en ese año yo tenía veinte) fue la última en tener como leitmotiv de sus preocupaciones intelectuales y políticas el “problema de España”. Fue el último eslabón de una tradición que se origina en el siglo XIX y llega, al menos, hasta la Transición post-franquista (aunque dentro de ella se situaban también los responsables del revisionismo historiográfico, económico y sociopolítico del último cuarto del siglo XX y las primeras décadas del XXI). Una tradición con dos hitos históricos sobresalientes: la crisis del 98 y el fenómeno del Regeneracionismo y la crisis de los años treinta, durante la Segunda República y su desenlace: la guerra civil de 1936-1939 y la dictadura franquista. Y, siguiendo con la ecuación, el problema de España, el de su atraso, el de la revolución burguesa incompleta y tardía, llevaba a situar en el centro del problema la cuestión agraria, como expresión tanto de causa última del atraso español como de su consecuencia, en un bucle perverso. De este modo, a la circunstancia de mi contexto familiar se añadía la circunstancia generacional. El caso es que, en este marco generacional, muchas de mis lecturas de historia, economía, sociología y antropología se completaban con el adjetivo “agraria”, reforzando una inclinación profunda por los temas rurales y agrarios. En otro lugar hablaré, quizás, de cuáles eran esas lecturas.

Otro aspecto de la influencia generacional fue mi preferencia por los enfoques estructuralistas y conflictivistas, por las estructuras más que por los actores (lo contrario de lo que ahora es moda). El economicismo y el marxismo (o algo que se le parecía) predominaban en los estudiosos de la agricultura y de la sociedad rural (como en el resto de los problemas sociales) y yo siempre me he inclinado más por el estudio y consideración de las estructuras que por el estudio de los actores y la acción social, por aquello de la “determinación en última instancia”. Y cuando he estudiado a los actores y la acción social lo he hecho desde el punto de vista de las constricciones estructurales. Y esa forma de mirar lo social puede que tuviera también un fundamento personal más profundo. Siempre me han atraído fuertemente las bases materiales de la existencia humana (la comida, la habitación, la técnica, el espacio, el tiempo, etc.) y el análisis detallado de contextos y procesos, más que las cuestiones teóricas en abstracto, salvo las más estrechamente relacionadas con procesos y tendencias sociales. Aunque también he sabido apreciar un buen “plato” de teoría cuando está bien cocinado y con ingredientes de primera calidad. Siempre he pensado que vale más una buena descripción que una mala teoría. Lo podría argumentar, pero no es lugar ni el momento. El caso es que esta inclinación hacia las bases materiales de la existencia humana y el poder condicionante de las estructuras sociales, en el sentido más amplio, me ha llevado a cierta identificación (y querencia) con los postulados teóricos de disciplinas como la ecología humana y la ecología cultural y los enfoques materialistas.

III

Mi primera investigación rural

Con estos antecedentes, no puede resultar extraño que el tema de primera investigación socio-antropológica, fuera un tema rural. En este caso, también se combinaron circunstancias personales y de oportunidad.

recién licenciado (junio de 1973), obtuve una pequeña ayuda del Departamento de Antropología de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense y con el parco (no había para más) pero muy valioso apoyo económico de mi familia pasé algo más de cuatro meses en Yeste, un municipio de la provincia de Albacete, en la Sierra del Segura, haciendo trabajo de campo distribuido en la cabecera del municipio (Yeste) y una aldea del mismo (Boche). Fue mi bautismo de fuego como sociólogo o antropólogo rural. El resultado de aquella investigación (“Boche, estudio sociológico de una pequeña comunidad rural”) lo presenté como Memoria de Licenciatura (Tesina) en 1974, obteniendo la calificación de Sobresaliente. Por esos años, casi todas las tesis y tesinas de los antropólogos españoles (o en curso de serlo) y de otros muchos extranjeros (también en curso de serlo o, incluso, en calidad de seniors) trataban de comunidades rurales. La antropología rural sucedía, en el ámbito occidental, a la antropología de los pueblos “primitivos”, incluso se decía que nuestros campesinos eran “nuestros primitivos”. Y los estudios de comunidad eran el tipo más frecuente en esos años y compartían muchos rasgos comunes. La mía, con la modestia de un antropólogo primerizo y con una formación bastante deficiente, era una más de tantas. Pero mi escasa formación formal en la disciplina de la antropología social (especialmente en el plano teórico) se compensaba en cierta medida con las muchas lecturas previas en esos temas, sobre todo momografías, como he mencionado antes, es decir, con una formación autodidacta, con sus ventajas y sus (tal vez más) inconvenientes.

En la tesina presté especial atención a las condiciones materiales de existencia de la población de las comunidades estudiadas y a las estructuras relacionales que sobre ellas se sustentaban, en coherencia con mis preferencias anteriormente señaladas. Aquella experiencia fue fundamental en mi formación y vocación como antropólogo o sociólogo rural y en aquellos cuatro meses aprendí más que en toda la carrera (de Filosofía y Letras, ya que aún no existían la facultad de Sociología). No hay mejor experiencia inicial para un investigador social que la inmersión total en una comunidad.

La España rural de esos años, y en particular la de la Sierra del Segura, se identificaba aún con la tradición y la pobreza, el aislamiento, la lejanía y la dominación ideológica y política del franquismo y de la Iglesia. Aunque ya se habían producido las mayores oleadas del éxodo rural, aún había bastante población en esas localidades. Adentrarse en sus paisajes físicos y humano era adentrarse en el tiempo.

La realización de la tesina, que nunca publiqué, tuvo sus consecuencias. Por un lado, consolidó mi interés por el mundo rural y agrario y, en mi fuero interno, la consideraba como una cierta acreditación que justificaría que orientara mis pasos por esa senda. Por razones que no vienen al caso, se me cerraron las puertas de la Universidad, y tuve que buscar otros espacios por donde encarrilar una actividad profesional en estos temas, si bien, dada la incertidumbre, no descartaba intentar buscar trabajo por otros derroteros. Por otro lado, la realización de la tesina (y por un curioso y singular encadenamiento de azarosas circunstancias) me llevó a contactar con algunos organismos del Ministerio de Agricultura. A punto estuve de entrar como contratado (en calidad de antropólogo rural) en el Servicio de Extensión Agraria en 1974, pero los cambios de gobierno derivados del atentado mortal sobre Carrero Blanco dieron al traste con esa posibilidad. No obstante, aquellos contactos con personal cualificado del SEA (entre ellos, especialmente con Carlos Romero, que sería ministro de agricultura en los tres primeros gobiernos de Felipe González) tendrían consecuencias (positivas) años más tarde.

Entre 1974 y 1977, pasé unos años de búsquedas laborales por muy diversos caminos, pero sin perder de vista mi inclinación agrario-rural. Como curiosidad (¿premonición?) tengo que señalar que a finales de 1976 o primeros de 1977 (no recuerdo bien) asistí en compañía de Carlos Romero a la presentación de una nueva revista de estudios rurales editada por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA): Agricultura y Sociedad. Me suscribí a esa revista desde el número 1 (oct-dic de 1976), la cual se convertiría en la referencia principal de las ciencias sociales agrarias y rurales en España. No podía imaginar que, años más tarde, yo sería el director de dicha revista durante 13 años. Lo más notable de ese período fue que me presenté a un concurso del PPO (Promoción Profesional Obrera), organismo dependiente del Ministerio de Trabajo y con actividad en las zonas urbanas y rurales. El concurso era para contratar una plaza de antropólogo para trabajar en zonas rurales en relación con las funciones de ese organismo. Nos presentamos cerca de 50 o 60 personas. No recuerdo si hubo una o dos pruebas escritas eliminatorias ni el contenido de las mismas. Sí que se trataba de exponer, de alguna manera, nuestros conocimientos sobre el sector agrario y la sociedad rural. El caso es que superé las pruebas y al final quedamos dos para una entrevista abierta ante una comisión que, recuerdo bien, estaba presidida por Víctor Pérez Díaz, al que conocía por la lectura de sus libros. Como ya había presentado la tesina (el concurso sería en torno a 1975 o 1976), puede hablar de mi experiencia como antropólogo rural y en el trabajo de campo. Finalmente, el concurso lo ganó el otro finalista, persona que ya colaboraba con el PPO y que tenía cierto renombre a pesar de su juventud (aunque era unos años mayor que yo).

IV

Sociólogo del Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA) del MAPA (1978-1983)

En mayo de 1977 se convocó un concurso-oposición para cubrir seis plazas en turno libre y dos en turno restringido (para interinos) de sociólogos del IRYDA. Advertido de la misma, no dudé en prepararlas y presentarme. Indagué pronto (por mis contactos con funcionarios del SEA) en qué consistía el trabajo de los sociólogos de ese organismo autónomo y tuve claro que era lo que más se parecía a lo que yo buscaba y quería hacer. Como hecho curioso y revelador de los misteriosos engranajes del azar y de la necesidad, tengo que decir que durante mis años universitarios pasaba delante de un edificio, al final de la calle de Velázquez, de un organismo que se llamaba, según rezaba el letrero en su fachada: “Servicio Nacional de Concentración Parcelaria y Ordenación Rural”. Y en un lateral del edificio había un gran altorrelieve que representaba un pueblo y sus campos de alrededor, de factura moderna (a lo Vaquero Turcios). Yo no sabía que significaba realmente la concentración parcelaria, pero intuía que algo interesante y sobre todo me atraía aquello de la “ordenación rural”. Y el alto relieve me ayudaba a interpretarlo. Y recuerdo que pensaba: “está bien eso de poner las cosas en su sitio”, por aquello de la ordenación rural. Resulta que ese organismo se convirtió en 1971, por la fusión con el antiguo Instituto Nacional de Colonización (INC) en el IRYDA, organismo al que iba opositar. ¿Cómo interpretar esa casualidad?

Durante seis meses me encerré a preparar la oposición. En enero de 1978 la aprobé con el número 2 entre cerca de setenta candidatos. El temario constaba de 165 temas distribuidos en cinco bloques: Derecho Administrativo; Sociología General, Sociología Rural, Sociología del Desarrollo y Ecología Humana, con unos 33 temas por bloque, más o menos. La oposición consistía en tres exámenes teóricos eliminatorios (I Derecho Administrativo; II, Sociología General y Sociología Rural; III Sociología del Desarrollo y Ecología Humana. Si se pasaban, había que desarrollar un caso práctico, también eliminatorio, consistente en preparar lo que debería ser un estudio previo para un programa de desarrollo rural de ámbito comarcal. Finalmente, había una prueba de idioma (inglés o francés) con diccionario, que era para mejorar nota.

Ninguno de los concursantes éramos sociólogos titulados, ya que por entonces no existía la carrera de Sociología (la primera promoción en la U. Complutense salió en junio de 1977 y por unos meses los primeros sociólogos universitarios españoles no pudieron firmar la oposición). Los concursantes se presentaban con diversos títulos universitarios: Derecho, Económicas, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras (que era mi caso). La preparación de la oposición me deparó una inmersión en temas de sociología que venían a ampliar los estudios que había realizado en la carrera de Filosofía y Letras (especialidad de Psicología), en las que había varias asignaturas afines, como Sociología General, Antropología Social o Estadística y mis muchas lecturas de autodidacta. Y en ese momento por primera vez entré en contacto con el contenido de la Ecología Humana, además de profundizar en mis conocimientos dispersos de sociología rural y de sociología del desarrollo. Y también fue un descubrimiento para mí el estudio del Derecho Administrativo (su teoría y el derecho administrativo positivo de España en ese momento), un estudio que modeló mi manera profesional de entender la función pública.

Al sacar el número 2 pude elegir destino y solicité plaza en la Jefatura Provincial del IRYDA en Huesca. Me incorporé el 1 de junio de 1978, junto a mi compañero y antes profesor Antonio Seguí, que había sacado el número 3.

¿Qué hacía un sociólogo rural del IRYDA? Antes de responder hay que explicar brevemente las funciones de este organismo, responsable de toda la política socioestructural del MAPA. Como heredero de los organismos anteriores citados más arriba, el IRYDA era el responsable de la política de colonización en grandes zonas, regables o de secano (construcción de infraestructuras, transformación agraria, intervención sobre la propiedad, asentamientos de colonos y construcción de nuevos pueblos); de la política de concentración parcelaria y de la política de ordenación rural (más tarde denominada de ordenación de explotaciones) que era la propiamente de desarrollo rural. El IRYDA intervenía en grandes zonas regables, en comarcas y en localidades concretas. Junto a estas grandes actuaciones, el organismo llevaba a cabo otras complementarias de modernización de explotaciones, desarrollo comunitario y mejoras de interés local, entre otras. Los sociólogos interveníamos en todas estas zonas y actuaciones, si bien con papeles auxiliares o complementarios a los de los ingenieros, economistas o juristas. Nosotros participábamos en la elaboración de los estudios previos a los programas de desarrollo rural en las comarcas de ordenación rural, así como estudios de evaluación posteriores de esos programas; llevábamos a cabo los programas de desarrollo comunitario, cooperativismo, ayudas a comunidades, formación de agricultores (en colaboración con el SEA y el PPO), así como ocasionales estudios de opinión de los agricultores sobre determinados temas en las zonas de actuación del instituto. Estas eran las funciones asignadas oficialmente a los sociólogos del IRYDA, pero según quien estuviese al frente de las jefaturas provinciales se hacían todas o sólo algunas. Y una reivindicación constante de nuestro colectivo era la homologación con el resto de los técnicos superiores del organismo (ingenieros de caminos, ingenieros agrónomos, arquitectos, seguidos de letrados y economistas, y por último los sociólogos), así como el rechazo a realizar labores auxiliares no reglamentadas, al gusto del ingeniero jefe o librarnos de las tutelas de facto de los ingenieros. En el argot del organismo, a los sociólogos nos llamaban “ociólogos”. No querían que interviniéramos a la vez que no consideraban necesario nuestro trabajo.

Fueron cinco años de rica experiencia, en los cuales adquirí mi principal formación sobre el sector agrario, la política agraria y el desarrollo rural, en contacto directo e intenso con los agricultores y sus organizaciones, pateando campos y observando sobre el terreno las transformaciones de la agricultura y del mundo rural en al Alto Aragón. Y la vertiente práctica del trabajo me deparó muchas satisfacciones al comprobar que muchas de las actuaciones que llevábamos a cabo desde el IRYDA cambiaban para mejor las condiciones de vida de las gentes del campo. Pero también comprendía las limitaciones de las políticas de agrarias y de desarrollo rural.

El IRYDA atendía a la formación permanente de sus funcionarios mediante la organización de cursos diversos organizados por el propio organismo o facilitando la asistencia a otros cursos organizados por diversos organismos (INAP, Universidades, etc.). En 1978 y en 1980 asistí a dos cursos para los sociólogos del IRYDA, en la sede central de IRYDA en Madrid. Ambos estuvieron organizados por el Gabinete Técnico y fueron dirigidos por el sociólogo Manuel García Ferrando. En ellos se trataron temas como sistemas de indicadores sociales, fuentes estadísticas para el estudio de la agricultura y la sociedad rural, sistemas de muestreo, métodos cualitativos y de encuestación, procesos y tendencias de la sociedad rural y de la agricultura en esos momentos, y otros más de gran interés. El profesorado del curso estaba formado por los mejores sociólogos rurales o afines del momento. Además del propio García Ferrando, allí conocí por primera vez y personalmente a Alfonso Ortí, Eduardo Sevilla Guzmán, Jesús Leal, Mario Gaviria, Roberto Sancho Hazak, Juan Maestre y alguno más que ahora no recuerdo. Esos cursos me conectaron con todos ellos, la mayoría de los cuales serían, años más tarde, además de maestros iniciales, grandes amigos y colegas. De este modo iba ampliando y profundizando mi formación sociológica. También acudí en esos años, a otros cursos que nos pagaba el IRYDA, como uno en la Universidad de Lérida, sobre Ordenación del Territorio, o del INAP sobre la política agraria comunitaria. También nos facilitó la asistencia al IX Congreso Europeo de Sociología Rural celebrado en Córdoba en 1979, congreso que fue el bautizo internacional de la nueva sociología rural española, encabezada por los sociólogos rurales de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos de la Universidad de Córdoba (la llamada “Escuela de Córdoba”): Eduardo Sevilla Guzmán, Manuel Pérez Yruela y un jovencísimo Eduardo Moyano, entre otros. En el congreso pude conocer a numerosos colegas ya con cierto recorrido y reconocimiento, entre sociólogos, economistas, geógrafos y antropólogos, como Miren Extezarreta, Jesús Contreras, María Dolors Garcia Ramón, Javier Calatrava Requena, entre otros que ahora recuerde y allí nos dimos cita muchos de los sociólogos y economistas del IRYDA, del INIA (Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias), como Zapatero, con la que presentamos mi compañero y yo una misma comunicación, la primera que presentaba a un congreso) y del SEA.

Así pues, mi trabajo en el IRYDA, además de contribuir a mi desarrollo profesional como sociólogo rural mi puso por vez primera en contacto con la profesión.

V

Una actividad paralela: el activismo agrario rural

 (continuará)