Trastevere

Salgo del cine. Son las 12.30 de la noche. Me voy caminando hacia casa dando rodeos para alargar la llegada. No hace frío. Las calles se van despejando de gente. Amaina el bullicio de la serata. Y me encuentro inmerso en el laberinto de callejuelas del viejo Trastevere. Calles estrechas con edificios de tres o cuatro alturas, de trazados irregulares, de ángulos insólitos, de pequeñas placitas, de callejones sin salida y de recovecos. Calles de casitas viejas, que parecen más de pueblo que de ciudad. Calles con emparrados y enredaderas, madreselvas y buganvillas, plantas trepadoras e higueras retorcidas que escalan muros, plantas colgantes que enredan las fachadas y se desparraman desde balcones y tejados, como melenas de mujer abandonada… Camino despacio para llegar a ningún sitio o para no llegar a alguna parte. Camino y miro a través de las ventanas de cafés y restaurantes, donde la gente conversa sobre mundos indescifrables, a la luz de velitas y farolillos, que transmiten una luz amarillenta, cálida, acogedora, luz que envuelve las palabras no oídas, las miradas no vistas, los gestos y las risas en un halo de intimidad y compañía, en un abrazo suave y titilante.
Camino envuelto en ese color amarillento que envuelve también el exterior, que nace de los faroles de las calles y que resaltan los colores rojos, sienas, ocres, amarillos sucios de las fachadas, procurando un halo de envolvente seducción y de misterio, con un tono homogéneo, como de pastel, armónico, sin estridencias. Me deslizo sigilosamente por calles semidesiertas, cruzándome de vez en cuando con una pareja abrazada, con una persona solitaria de camino rápido, con un grupetto animado y locuaz, que deja una estela de risas y sonidos que no alcanzo a convertir en palabras. Camino descubriendo mundos, imaginando otros. Fijándome en un pequeño detalle o en una hermosa perspectiva. Ojeando las ventanas que dejan escapar sus luces interiores, en las que se adivinan sombras y movimientos. Percibiendo los cálidos y añosos techos de legno, que acrecientan al ambiente íntimo de las casas. En algún momento, una ventana nos descubre un techo pintado, o una hilera de libros: estética y lectura amiga. Ambientes que abren sus ojos a la noche y en los que la noche se queda tras los cristales. Camino percibiendo por la piel los colores y los olores, el silencio y los sonidos que se escapan de cualquier lugar. Sintiéndome parte de todos esos mundos, de todo ese ambiente, un elemento más de ese escenario que a la vez escenifica mi soledad y singularidad. Camino despacio apurando los segundos, escuchando mis pasos, sintiendo el relieve del suelo bajo mi calzado, las brisas de la noche en mi cara y en mi cabello. Camino dejando resbalar mi mirada por la geometría irregular de los adoquines, que, húmedos, recogen las luces en forma de calidoscopio singular.
Camino adentrándome en la noche y al volver una esquina la noche me engulle, como la ballena a Jonás, y me vomita a la mañana siguiente, con las impresiones aún grabadas en mi piel. Trastevere.

Roma, octubre 2008