En el principio fueron las lecturas

Casi siempre, en los diferentes ámbitos de mi vida, el origen está en los libros, y este es el caso también de mi pasión por la arqueología. En el nacimiento de esta pasión no hubo antecedentes familiares ni un contexto especialmente favorable para que naciera esta pasión. Sólo fueron los libros.

En mi adolescencia, muy pronto, cayeron en mis manos, casi casualmente, unos libros que tuvieron un enorme impacto en el nacimiento y crecimiento de mi interés pasional por la arqueología la evolución humana, la prehistoria y la historia antigua. El primer encuentro con esos libros fue la biblioteca de un amigo de mi padre que además era vecino nuestro, en la casa de la calle Pradillo nº 6, de Madrid, en el barrio de Prosperidad (“La Prospe”). Se llamaba José Antonio Dávila y García Miranda. Era abogado, pero dedicaba más tiempo al cultivo de sus aficiones (la heráldica, los mozárabes de Toledo, la historia y la arqueología) que a los pleitos. Era un hombre culto, inteligente, vitalista y generoso. Aunque (y no sé bien por qué), yo empezaba a manifestar, por esos años, cierto interés por esos testimonios materiales de culturas muertas, fue él quien me proporcionó las primeras lecturas que me introdujeron en un mundo fascinante que, desde entonces, he ampliado y me ha seducido. Otros de esos libros seminales los leí en una biblioteca municipal, ya desaparecida, que estaba en la calle Marcenado, cerca de casa, también en la Prospe.

Esas lecturas primerizas y fundamentales fueron unos libros que por esos años eran todo un éxito de ventas (en los términos que podían serlo en la primera mitad de los sesenta): “La historia empieza en Sumer”, (1958) de Samuel N. Kramer; “Dioses, tumbas y sabios” de C.W Ceran (1953); “Pirámides, esfinges y faraones”, de Kurt Lange (1960); “Tras las huellas de Adán”, de Herbet Wendt (1960). A los que siguieron pronto otros del mismo estilo como “El hombre a la busca de sus antepasados” (1957) de André Senet, “La herencia del hombre”, de Ritchie Calder (1966). Esos libros fueron el comienzo. Sus portadas, sus títulos (que auguraban fantásticas aventuras y misterios) y sus robustos lomos alumbraron mi fervor por la arqueología. Algunos de ellos aún reposan, como silenciosos testigos de aquellos primeros viajes arqueológicos imaginarios en los anaqueles de nuestra biblioteca. Esos libros, y el torrente que vino después y que ha seguido hasta hoy, ampliaron mis elementales conocimientos adquiridos en el bachillerato. Libros seminales que eran, a la vez, rigurosos y amenos, y que se leían como libros de aventuras (la aventura humana) o como novelas (refiriéndose al libro de Ceran, un ilustre prehistoriador español, Luis Pericot lo calificó como “la novela de la arqueología”). Con esas lecturas, nombres como Champollion, Schliemann, Carter, Mariette, Petrie, Evans, Botta, y tantos otros pasaron a poblar mi panteón de los gigantes de la arqueología. Y un catálogo de nombres de lugares o yacimientos se convirtieron en nombres míticos (nunca mejor dicho) para mí: Sumer, Ur, Babilonia, Nínive, Creta, Troya, Micenas, Esparta, Atenas, Luxor, Tebas, el Valle de los Reyes, Menfis, Giza, Alejandría, Maratón, Las Termópilas, Roma, Pompeya, Herculano, Machu Pichu, Isla de Pascua, Petra, Stonehenge, Delfos, …; o nombres de héroes reales o imaginarios, pero todos míticos: Ramsés, Tutankamón, Nefertiti, Akenaton, Jerjes, Ciro, Alejandro, Leónidas, Darío, Julio Cesar, Augusto, Aquiles, Ulises, Eneas, Cleopatra, Hamurabi, Gilgamesh, Hatsepsut, Minos, Teseo, Ariadna, Asurbanipal, Moctezuma, Nabucodonosor, Helena, etc. Pasé montones de horas enfrascado en esas lecturas con las que viajaba por todos esos territorios imaginarios, muchas veces ayudado por un atlas.