Sentado en una cómoda butaca, con un libro en las manos, bajo la envoltura de la luz cálida y amiga de la lámpara de pie que tengo a mi derecha. Tibieza de la habitación en la que leo. Levanto de tanto en tanto la mirada de las páginas suculentas del libro para mirar a través del amplio ventanal que hay a mi izquierda. Una espesa niebla, de nubes derretidas y desmoronadas, blanquea y emborrona los colores que ascienden o descienden, según se mire, por la ladera escalonada que se ve desde la ventana. Los ocres desvaídos de los pámpanos de parras y cepas; los pálidos amarillos del castaño cercano, repleto de frutos a punto de explotar; las tejas rojizas y brillantes por la lluvia de un cobertizo; el oscuro verdor de la morera, en primer plano, los rojos más intensos de los helechos, más arriba, o de la pinocha que cubre los suelos… Un cromatismo suave y armónico que acompaña la lenta monotonía de la lluvia. Tras el telón de fondo de la lluvia fina y persistente, que besa el suelo, el contrapunto del golpeteo diferenciado de las gruesas gotas que se precipitan desde el alero del tejado. Murmullos de hojas. Cantos lejanos y suaves de pájaros ocultos. Sonidos de una tarde otoñal y silenciosa. Mi mirada se pierde entre la acuosa paleta del paisaje exterior y pongo oído al silencio; olfateo aromas sutiles de hojas mojadas y de livianos humos de leña quemada en las vecinas chimeneas, humos que se escapan y que blanquean aún más el ambiente, tejiendo y acrecentando la mortaja envolvente de la tarde. Vuelvo sobre las páginas del libro y me zambullo con placer en el laberinto de las palabras dejándome llevar por los vericuetos de la historia que nos narran. Pero, tras cuatro o cinco páginas, levanto otra vez la vista para perderla por el panteístico paisaje exterior. No hay pasado. No hay futuro. Solo el placer de un presente pletórico que excita mi sensibilidad y que me reconcilia conmigo mismo. Presente, presente, silencioso y profundo. Denso y evanescente. Presente.
Poyales del Hoyo, 31 de octubre de 2010.